jueves, 23 de diciembre de 2010

Dura decisión: el amor o el deseo

Ella se estaba volviendo medio loca. Ahora entendía la frase que pronunció aquel gran filósofo... "La noche me confunde". También ella estaba confundida, y le daba rabia estarlo, porque no acababa de entender cómo son las cosas. En concreto, no podía entender cómo ella, la que siempre tenía las cosas claras, podía desear (que no querer) a dos hombres y no estar loca. Sobre sus espaldas portaba la losa de una educación católica, del respeto al que dirán, del pánico a dejarse llevar por sus instintos más primarios... La tentación se le había presentado varias veces, pero quizá esta, la de aquella noche, era la primera vez que se la habían puesto en bandeja: "Te echaba un polvo aquí mismo". Y de quien venía la proposición, sin ser un Brad Pitt o un Johnny Deep, no le disgustaba. Es más, le agradaba mucho, porque cumplía con su principal requisito para el sexo masculino: le hacía reír. Eso, más las copas, más los bailes, más las confidencias, más los abrazos, le hicieron estar a punto de cruzar la frontera. Bueno, incluso puso un pie más allá, porque de despedida se atrevió a darle dos besos en la boca... Ahora ya no quería saber nada más de él, no porque le desagradara aquello, sino por todo lo contrario, porque no quería que se repitiera (aunque en su cabeza ocurriera una y otra vez). Eso le había podido costar lo más valioso que había conseguido en su vida, a su amor, aquel que le aguantaba cuando se ponía frenética, aquel que la abrazaba cuando no podía dejar de llorar, aquel que le hacía ser mejor persona a la vez de ser capaz de hacerle perder la cabeza, y el mismo que, además, le hacía reír sin parar. No, cuatro copas, dos besos robados, sentirse deseada por un casi desconocido, no podían tirar por tierra aquel amor. Aunque supiera que la tentación volvería a presentarse.

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